El aguacero llegó de pronto. Caminaba de prisa. Nadie esperaba que, con sol y en ese minuto, unas gruesas gotas comenzaran a mojar la ciudad. A mí con ella.
No tenías muchas opciones en medio de la calle, sin un portal cerca para guarecerme, con dos paquetes de detergente en la mano (nunca hay bolsas de nylon en las tiendas). Había que seguir, total, si al final el paraguas está roto y aunque lo llevara, no serviría.
Lejos de molestarme y luego de proteger la cartera femenina, de comprobar de que no había manera humana de evitar que se mojaran los zapatos — ¡ah, los zapatos!—, entonces disfruté de la transparencia de la lluvia atravesada por los rayos de sol, del modo en que el agua caprichosa e insistente, quizás bendecida por algún dios, me acarició la piel, desordenó el cabello, me limpió.
Y como si necesitara de una justificación extra para conformarme, pensé: «pero si estamos en mayo, no será la primera lluvia, pero algún efecto deberá quedarle». Me reí sola. Unos niños se cruzaron con mi sonrisa. Seguro no entendieron.
Avancé en medio de la luz mojada… ¿Habrá funcionado?
¿lo dudas?
Sí. Dudo, luego existo. Prefiero que otros no lo hagan y que se conviertan en espejos capaces de reflejar las esencias, esas que no cambian, ni con el chaparrón de todo un año. Gracias, por mirar estos Ojos.