Después de las 12 de la noche no es usual sentir pasos en el pasillo que separa rejas y puertas del interior de los apartamentos. Generalmente, todos los días solo los suyos interrumpen el silencio nocturno.
Ella, como siempre, había llegado tarde del trabajo y sin muchas fuerzas. Puso agua a calentar y, mientras esperaba, se lanzó en busca de un abrazo. Para hacer las cosas bien buscó ese pedazo de chocolate regalado, antiguo y ahorrado por más de dos semanas (una proeza). Se acomodó en el sofá.
Pasaban una película sobre la vida de Darwin, se quedó quieta, disfrutó derretir en la boca con premeditada parsimonia su cena. ¡Qué delicia! ¡Rayos, y no hay más!… De pronto, unos pasos. Instantáneamente y sin saber por qué, deseó que se detuvieran frente a su puerta, aunque solo fuera para decirle al ruidoso caminante que estaba equivocado. Fueron solo unos instantes, se acercaba el andar, el corazón se aceleró, tal vez…
Cuando sintió abrirse la cerradura de enfrente, entonces comprobó que no era la única trasnochadora. Estalló en un llanto breve. Fue su culpa darle paso a la peregrina idea de levantarse, orientar o hacer suya aquella marcha sorpresiva, a deshoras. Como siempre, fue su culpa esperar.
Dejó de llorar. Abrazó más fuerte. Se río de sí misma. Guardó el eco de la travesía.
Aprende de la soledad, aprende de ti misma. Abrázate, conócete. La próxima vez será más difícil equivocarse.
La soledad es un maestro cruel , pero uno de los mas sabios
si logramos aprender lo que tiene para enseñarnos , no nos equivocaremos y sabremos si esos pasos viene o no hacia
nosotros . . .
Y por qué no sales tu a darle una sorpresa a alguien.
Y si hay alguien esperando que le toquen a la puerta?