Fue el primero en inscribir un negocio propio, cuando la apertura de los noventa. Una discoteca. Lo suyo era la música, y aquella bola de cristal que tanto brillaba se adueñó de las noches del pueblo. ¡Igual que en las películas!, gritaban los muchachos, y seguían bailando. Parecían hechizados por las luces.
¡Sube, Sube!, decía la voz que lo inundaba todo. ¡Hasta las nubes!, respondía la multitud eufórica.
La apertura de la discoteca fue lo más importante ocurrido en años y resultó normal que el dueño se convirtiera en una celebridad. Para ella las nubes quedan muy lejos y, para colmos, a veces tapaban las estrellas que solía mirar. Quizás solo reparó en la belleza de aquellas motas blancas o grises, cuando la estrella del momento la miró pasar y le soltó un piropo.
Después, la voz que los fines de semana se colaba en su cuarto tomó cuerpo a fuerza de la potencia de unos bafles y de una insistencia abrumadora. Comenzó la conquista y ella se dejó querer. Aquel hombre le doblaba la edad, pero ese era un pequeño detalle solo visible para sus padres y el resto de la humanidad. Tampoco importaba que estuviera casado.
Él se decía enamorado y ella suspiraba queriendo creerle. Pero las madres no creen en enamoramientos.
Que si la quiere para entretenerse, que si tiene una querida al final de la calle que termina en el Banco, que si la hija de Olguita, la que trabaja en el hospital, también se enamoró y salió destruida de esa relación…cuchicheaban las vecinas. Él no sirve, mija. Él no sirve, aseguraba la madre.
Pero a los 15 años toca ir contracorriente, así que daba igual lo que dijeran. Había decidido buscar detrás de los brillos de la bola de cristal y estudiar a fondo aquel timbre de voz, prohibido según todas las convenciones sociales.
Se escaparon y se besaron donde nadie los vio. No pasó nada más.
El rey del gallinero había secuestrado a la muchachita y la discoteca dejó de ser noticia. Solo fueron unas horas, pero en pueblo chiquito, infierno grande. Solo fue un beso, un abrazo y un amanecer.
Cuando volvió a casa, la madre parecía una fiera. Ella entró directo al cuarto y hubiese querido que cierta música se colara por la ventana. Pero no. Se sentó en el borde de la cama, desafiante, para que no se le notaran los temblores. Presintió que era un día para asomarse a las puertas del infierno.
Hubiese querido abrazar a su madre y contarle que la luna, reflejada sobre el río, tenía más brillos que la bola de la discoteca, que del abrazo de un hombre – aunque sea el peor-, emerge una fuerza telúrica, y que el amanecer de ese día estaba segura que había sido el más luminoso visto jamás. Seguro lo iba a recordar para toda la vida…
Un grito seco. Una mano abierta que la estremeció y los cinco dedos de su madre marcados en su piel confirmaron todas sus sospechas. Otras vez la mano con todo el peso de la ira, de la impotencia, del susto de unas horas terribles y luego la pregunta ella también iba a recordar siempre.
¿Dónde tú estabas?
No dijo nada.
No sé dónde estabas. Sé dónde estás…
Alivia saber que sepas.