Ella cuando me mira
Isa aprendió a susurrar. Entiende que un secreto solo se comparte con quien lo guardará. De pronto, sin que venga al cuento, lo deja todo y asegura que tiene uno muy urgente. Dramatiza un poco, se cuelga al cuello y muy cerca del oído, murmura lo necesario. Sus secretos llevan una voz especial. Le nacen, incluso, cuando el ritual está incompleto: los brazos no encuentran asidero y no hay un oído cerca. Debe imaginar que, de algún modo, esos detalles no son esenciales. Lo importante decir, tal vez piense. Será que intuye que necesito saber o que hay palabras que uno necesita escuchar siempre. No sé.
Hay un secreto repetido con vehemencia, digamos, su favorito y, la verdad, el mío también. Otro, también reiterado, me estruja el alma.
Imaginen la voz sigilosa, pero a través del teléfono:
Secreto 1
—Tía, “quero mucho”
—Cariño, tía también te quiere mucho. Voy pronto, tesoro. (Tía con la misma voz de susurro)
Secreto 2
—Tía… cargue.
Silencio.
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